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La caverna

Eduardo Yael ♌︎

¶ Sucedió y detrás de mi memoria se abre un estrecho para verter a los personajes, los pasajes y ese vago recuerdo que quizá nunca sucedió. Fue cerca del año 97 o 98. Debí tener siete u ocho años; no recuerdo el mes aunque venía caminando con mi abuela. Ella siempre ha vivido a dos calles: transcursos de su casa hacia la mía eran cotidianos. Recuerdo que estaban pavimentando y algún vecino había aprovechado para hacer un agujerito para plantar un árbol. No era tan profundo, al asomarme había tierra y poquita basura; nos encontrábamos a una o dos casas de la mía. Mi abuela se entretuvo saludando a unas personas.

Quizá me aburrí o me puse fantasioso pero de algún lado provino ese ingenio, prometo que esas cosas no las pensaba seguido, no eran mías. Se me ocurrió que ese agujerito podría convertirse en una trampa mortal. Busqué hacia mi derredor, la solución apareció rápidamente: una caja de huevo medio deshecha, papeles que envuelven los sacos de cemento y cascajo. Tramé lo mejor que pude mi celada, todo parecía normal: la banqueta gris con unos cartones tirados que no parecían extraños, una atmósfera común cuando se repavimenta una calle. Regresé con mi abuela y ví acercarse a mi primera víctima.

Era un ciclista que rodaba hacia nuestra dirección, cada metro inauguraba una emoción distinta: ¿me burlaría cuando la tierra se comiera al ciclista?, ¿iría a ayudarlo para que no pensara que fui el culpable?, ¿me quedaría completamente inerme ante los efectos de mi creación? Resulta que nunca subió por la banqueta y se salvó al seguir su destino. Luego vinieron otros paseantes pero tampoco surtió efecto mi maleficio. Todo lo anterior fueron minutos. Después de un rato pensé en deshacer mi trampa, destaparla porque ya casi entraba a mi casa y no tendría sentido dejarla puesta sin ser testigo de su funcionamiento.

Lamentablemente la tragedia urde con nuestros propios hilos los cordones y nervios de nuestra sangre. Vuelvo a prometer que ese tipo de cosas no las pensaba seguido y no me pertenecían; probablemente sólo fueron gajes de la edad y con el tiempo se quedaron en esa etapa donde uno no sabe de tragedias o hilos. Luego de un rato, mi madre salió a nuestro encuentro; quizá había escuchado la voz de mi abuela o fue cualquier otra cosa.

Mi madre no es tan afable como mi abuela, suele entretenerse lo menos posible sin parecer descortés, se acercó y saludó a los vecinos. Me usó de pretexto para ir cortando la conversación que mi abuela mantenía con extraños, me pidió que fuera a buscar algo adentro. La fatalidad suele anidar lentamente, abre su estrecho una vez que los personajes han sido dispuestos y se arrastra hacia el escenario; insisto que ese tipo de cosas se quedaron allá, en esa edad donde uno sabe hacer celadas con hilos, cordones y papeles. Una vez en mi casa, al poco tiempo, escuché agitación; salí y encontré que mi abuela había sido abducida por el agujero. ¿Quién lo había puesto así? ¿Qué mente retorcida sería capaz de disponer una trampa tan sencilla y efectiva? ¿Se estaría riendo detrás de alguna ventana? ¿O se habría quedado pasmado sin poder recubrir su culpa con cartones y materiales de construcción? Mi abuela se quejaba lastimosamente, fue necesaria la ayuda de varias personas para sacarla de la excavación; por suerte no quedó resquebrajada ni fracturada. Quizá yo sí. Nunca plantaron un árbol en ese sitio, nunca le había contado esto a alguien; sólo lo sabía yo y mi caverna.

Mayo de 2023.