Todos los días subo escalones, cerca de 80 pisos sin lograr alguna cúspide: no hay vértigo porque tampoco existe la altura, no hay ascensores que acorten el trayecto, mucho menos algún bar que corone el último piso. Lo sé porque en promedio dilato un segundo en cada escalón haciendo cardio, veinte minutos todos los días. Mi escalinata es inmóvil, también lo es mi vida. Elegir equivalencias configura el arte de calibrar balanzas; lo sé porque ciertas ecuaciones requieren de la ilusión para desprender sus términos; especialmente, las que contienen radicales. A veces despejo de mi ecuación personal el transcurso de mi sombra, la veo caminar hacia las intersecciones y mi vida depende de su equilibrismo: si cualquiera de los dos caemos del borde de las banquetas, nos inundará el fracaso. Esa es una de mis consternaciones, terrible porque un tipo como yo tiene los recursos para hacerse de una membresía de un piano bar de altura. ¿Por qué me rodea el fracaso? ¿Por qué no pude ser un pingüino en random house? ¿Por qué me rechazaron de la maestría en diseño y producción editorial? Quizá se deba a mi idea de éxito, imagen que supongo como un círculo que se debe abandonar: sólo si estás afuera, podrías reconocer tus huellas y alcanzar tu propia sombra. Siempre le explico esa idea a mis señoritas aunque ellas no suelen confiarse de mis excentricidades; entonces queda el ardid, las combinaciones para que no abandonen la mesa: sujetar sin tensión las miradas para que pueda cruzar una equivalencia, un simple jugueteo para viciar las horas, hablar de la memoria y la historia de sus lunares. Todo eso está bien pero el escenario cambia cuando se dan cuenta de mi precaria situación a mediano plazo; especialmente cuando las señoritas exponen sus cartas, peor si son láminas filosóficas que rebotan mis intenciones según el tamaño de sus cínicas, me miran fuera de su círculo amoroso y mi realidad se esfuma. Es cuando algo en mí se pone durito y desde el resquicio más profundo de mi cuerpo, recuerdo que también fui beisbolista; surge el deseo de esperar afuera de las oficinas de Random House para dejar resbalar mi sombra e ir a conectar con las ligas mayores (tampoco es que los pingüinos sean y hagan los mejores libros, se les está derritiendo el ártico), acercarme con lentitud desde la banqueta, calcular las distancias del campo, vislumbrar la velocidad y reventar la cabeza que no me brindó la segunda entrevista para sacar un elevado que rebase todos los pisos de su edificio. Pero no puedo resbalar de esa forma, mejor aceptar las líneas punteadas de mis errores: mi comunicación podría mejorar si me reduzco un poco, si mi atención conecta con las líneas concéntricas de los demás; algunas veces, durante los últimos cinco minutos de cardio, encuentro las equivalencias precisas para no vestirme de rayas ni batear ningún lanzamiento deslizante. Las señoritas parten y se dejan el cabello largo, no es mi obligación vestirme de cocodrilo para ayudarlas a cruzar el pantano; me va mejor con el jabón de frambuesa mientras el agua fría me brinda un contorno, una aproximación para sentir cada costura abrirse detrás de nuevos impulsos, hacer de cada abdominal un músculo radical donde cualquier lengua pierda la tangente y deba despejar hacia el centro, la línea alba donde suturé mi nacimiento; creo en estas fatigas porque extraño que Pola me diga que todos los hombres son iguales pero todas las vergas distintas. Mis libros digitales deben subir 80 pisos para demostrar que tienen condición; los voy formando con lentitud, abocado con cigarros y tintos me afianzo a las fraguas imaginarias para luego sumergirlos en agua fría; en mis libros digitales toda certeza está perdida. Eso podría conformar la realidad, una forma ausente que nos rodea y vamos llenando con nuestras mitocondrias trapecistas; me enloquece tener treinta años y seguir tragando tiempo, la banalidad del esfuerzo de los veinte: escribir es nada dentro de esta magnifica resonancia de ecos perdidos. Debo enfocarme en cada desnivel, dejar de abarcar huecos sin que me corresponda su rugosidad. Me instauro en la delusión porque así puedo defender mi bastión, diminuto imperio que mueve sus apostillas de polvo cada que sopla el viento. ¿Qué piso es este? ¿Es aquí donde puedo dejar mi cv? Reconozco estas oficinas porque aquí siempre calientan su agua en el microondas; yo no puedo estafar así el agüita para café, debe burbujear y no dar vueltas. Justamente así funciona el mundo de los exitosos: metes tus experiencias laborales, tus estudios y certificados, tu portafolio, tus contactos y tu carita hipócrita en un sitio caliente que da vueltas interminables durante cierto tiempo. Podrían ser días, meses, años a cambio de una cómoda quincena para astillar la realidad. He encontrado mi alienación, es la fragmosis. La economía también sube todos los días distintos pisos dentro de la escalinata imaginaria llamada mercado de capitales; inversores buscan especulaciones doble A; yo busco más riesgo en mi portafolio, preferentemente las más volátiles que sostienen este piso, las figuras doble D. Pero esa burbuja es distinta a la mía, ¿no? No se le puede llamar locura si logra hacer millones. ¿Por qué yo, imperator de todos los editores digitales, no podría lavar una tanda chiquita, digamos 80 millones? Hace tiempo supuse que si me inventaba un trabajo podría despejar esa incógnita que me persigue para obtener uno verdadero, me puse a hacer simetrías; mentira, hice una editorial con la promesa de establecer una densidad con la niebla, una nave con todas las urgencias que el exilio podría cargar. Hoy soy bucanero, fantasma de esa vacilación llamada vida. Me identifico en mi alteridad con las robustas desavenencias del presente, busco descomponer los cauces de los ríos para que sus peces muevan las alas hacia el recuerdo y el porvenir. ¿Hasta dónde llega este elevador? ¿No les interesó mi perfil? ¿Me falta un posgrado o experiencia para salvar el ártico? Reconozco con desconfianza las fatigas de lo insano; la mejor distinción de realidad la encontré en un ensayo sobre Dante y su relación con el otro: bien es lo que les da realidad a los otros, mal es lo que se la quitaMi reflexión, empezada con anterioridad, ha intentado ante todo aplicar al canto xvii del Purgatorio —es decir, los siete pecados capitales explicados por Virgilio— una definición genialmente sintética del bien y del mal extraída de los Cahiers de Simone Weil: bien es lo que les da realidad a los otros, mal es lo que se las quita. El mal crea la irrealidad de la desolación y surge de la irrealidad de la demasiada imaginación (el soñar con los ojos abiertos.) —La Porta, Filippo. Como un rayo en el agua: Dante y la relación con el otro, trad. Fabrizio Cossalter. Ai Trani. México. 2022.. A mí me dejaron sin realidad, me hicieron mal y no encuentro la palabra correcta para describir nuestro constructo social: si el que gana será el más fuerte, tendré que seguir haciendo burbujear mi cuerpo y ensayar celadas. Fragmosis es la cualidad que tienen ciertos seres vivos para recubrir los huecos, fragmosis es sacrificar el culo, el vientre, las cínicas tetas, la cabeza o lo que sea para cubrir el agujero de la realidad de donde sale la geopolítica, la economía, la literatura, el arte, el diseño, el marketing, la edición, la arquitectura y mantener aceitados los candelabros de las cavernas para que los otros puedan salvarse con los tropiezos de nuestras sombras. Fragmosis es dejar una parte de tu cuerpo por mucho tiempo para que el submarino no tenga una grieta y no se fatigue el mar hacia adentro. Fragmosis es subir 80 pisos diarios para tener el vientre aceitado y llenar el ombligo de agüita salada para intuir una ruta de regreso hacia el mar. Fragmosis es ponerle tapita ecológica a tu café y salvar al medio ambiente. Fragmosis es cubrir con un dedo el universo mientras escribo y disfruto mi cafecito sin azúcar desde el piso 32.
🖪︎ Junio de 2023.