He visto los retrovisores alargar la ciudad; he visto premoniciones en los espejos, sombras pasajeras que se difuminan ante la espesura de las avenidas y las calles. Existe cierto vacío en la intermitencia de los semáforos, un destino cruzado con una persistencia inútil: el detenimiento conduce hacia ciertos pensamientos, aproximaciones que idealizan los contornos de las cafeterías, los movimientos de las banquetas, las risas que miden la extensión de la tarde. Me gusta la lluvia, siento atracción por los paseos de las cinco de la tarde, mencionarlo me conduce hacia un momento imperceptible donde me avisto desde afuera.
Desde el otro lado, varado sobre la banqueta, mi reflejo aborda cada automóvil detenido. ¿Cuáles serán todos mis destinos? ¿Hacia dónde se llevarán a mis duplicados? ¿Cada uno volverá después de una caminata interminable? Caminando encuentro las velocidades que me conforman, los pensamientos se vuelven más reflexivos; los rostros de los demás permiten esclarecer mis gestos y el movimiento de mis ojos, intento internarme hacia la suavidad: mirar con lasitud e intimar brevedades en las miradas de las señoritas. No funciona, y gradualmente regreso hacia el semáforo que estaba esperando.
Ahora que llueve, he encendido los limpiaparabrisas que se mecen como dos pensamientos antagonistas sin lograr alcanzarse. Entre ambas delusiones se ha despertado el aroma del deseo; cierta seda podría describir los trayectos perdidos, los cruces de los fanales semiabiertos, el olvido cuando cada desencuentro enciende sus intermitencias; humedales que en esta época árida desembocan más hacia la premura de las yemas que al camino lustrado de los vientres. Cierta es su seda en este paseo inmoral, ciertas sus vitrinas rotas que llevan hacia la ruta del ensueño, esquirlas que atraviesan los relieves de la piel y se incrustan en los colores rojos, verdes y ámbar para cruzar sin precaución la vida. ¿Debería comprar una de esas lámparas chinas donde puedes calibrar los colores? Manipular el atardecer en mi cuarto con colores imposibles podría emular cierto vértigo de cruzar avenidas a ciegas: ven, cieguita, guíate con tu vara a través del abandono de la linealidad, el abandono de las calles, los pasos cebra con leones atropellados, el muñequito que siempre queda atrapado al cruzar la calle. Encuentro al ibis rojo en los parajes vencidos de mis ojos, pasajeros que pendulan suavemente en los ciegos pezones que la mitología flexiono como calderos del lenguaje: cada palabra una esquirla en las llantas gorditas de tu vientre que reventará el mundo y volveremos a perder las rutas. He visto los retrovisores durante la hora ideal y busco entrar en una glorieta boreal que me conduzca hacia esa piel circular, hacia los zaguanes con la puerta abierta, los parques avistados desde lejos, el advenimiento del sol con su gravitación de jueves a las cinco y media de la tarde; traspatios de la realidad cuando encienden su metáfora y los faros no alumbran lo necesario.
Agosto de 2023.