Las esferas

Eduardo Yael ♌︎

❡ Quiero imaginar una posibilidad: extiendo los brazos, la tarde asoma providencias: el cielo desahoga sus sinestesias de sedas celestes sobre el abanico de las aves, las astillas del mar desdoblan sonidos que se incrustan sobre nuestra piel (hay un nosotros, existe el universo). ¿Será el ocaso una fisura conjunta de luciérnagas? ¿Acaso cabría el olor a tabaco? ¿Alguna gitana se habrá bebido el café donde estaba inscrito mi futuro? Nos encontramos frente a otra escena, el oleaje ha sido depuesto hacia los fondos de inversión, las calles, las cinco claves para una buena inserción laboral, el tráfico de las calles, las caras constipadas de la fila, los ensambles del tráfico de las calles, las listas insustanciales, la desmesura de preceder a los demás. ¿Cuál de los dos escenarios me pertenece? Ahora que soy pontífice de la dualidad, confieso que he intentado prescindir de los artificios de la escritura pero es inútil: regreso a los fraseos ornamentados y a los artilugios del lenguaje, me sumerjo cautivo de la cadencia marina de las conchas. ¿Será que los moluscos construyen sus casas siguiendo el ritmo de la marejada? La forma de la armonía reposa en las conchas de mar; allí se oculta la revelación, el camino de regreso con su acústica milenaria. Si esos pequeños seres pueden abrirse una senda y cohabitar la inmensidad, quizá yo podría deslizarme hacia la vida sin quejas y mantener abierta mi navegación. Marcar, por ejemplo, mi falta de disciplina, los agujeros cuánticos con los que me tropiezo, la actual desconfianza ante cualquier esfuerzo imprevisto, la atropellada empatía con la que me trato y obsequio al mundo. Podría culpar al terreno pantanoso de nuestra ciudad, a la resonancia magnética de las fallas geológicas, la incidencia de la altitud sobre nuestro espíritu, la escasez de agua o ese parásito cerebral que nos heredó el espacio digital al brindarnos una cápsula onanista. Creo que se trata de otra profundidad; reconozco que me siento enamorado y me cuesta domar mis espejos, soy un animalito herido de esos que por supervivencia balan furiosos o saltan al vacío contiguo. Me abotono la cotidianidad esperando cruzar los vados con las únicas banderas posibles: la delusión del deleite y la incertidumbre. Decidí abandonar las redes sociales (sólo he dejado de utilizar una), aún me cuesta cumplir con una rutina diaria de cardio, programar un autómata, escribir, leer lo que me interesa y no abandonar el navío tipográfico. ¿Cuáles han sido los resultados? ¿Cómo decir la vida cuando nos gravitan los equívocos? ¿Dónde reposa lo importante?

Quiero marginar la imposibilidad del equilibrio, extenuar los rincones de las apariencias, caer dentro del espacio de lo pronunciable. La noche abre su gaveta de fantasías ante los insomnes que pasean; sería fácil resbalar con el cansancio, suponer verdaderas las orillas ultravioletas de los márgenes. ¿Por qué estas atmósferas nocturnas? ¿Dónde ocurrió la transición si hablábamos de esmeros y conductas? Es claro que cualquier proceso de transformación duele: abandonar a nuestro amorcito, renunciar a la seguridad laboral, languidecer nuestras apuestas, suponer la vida en otra parte; perder cuerpo al accidentarse o enfermar tiene estragos inefables. He acudido a la superficie con cierta duda sobre la importancia de los desdoblamientos: si se alcanzará a desperezar, ¿cómo transmitir los sosiegos o el frenesí?, ¿cómo acudir a nuestra sombra ahora que le pertenece a alguien desconocido? Las orugas tejen y desatan sus capullos, ilustran los caminos de la introspección, deshacen cualquier duda sobre los efectos de la metamorfosis. Esa debe ser la ruta sin importar las consecuencias del abismo: uno debe construir su casa para invitar a la inmensidad a dormir dentro. Siento una distancia con lo anterior, cierto resquemor de traición. Siento artificial mi transcurso por las derivas: las conchas y las orugas se acompasan mediante un ritmo natural; desconozco esas sílabas iniciales, ¿comienzan en el mar?, ¿levitan sobre la materia ígnea? Si el cambio es la divisa del caos, mi moneda se está devaluando.

No todo tendría que contener una intrincada simbología, los días únicamente nos piden ser vividos bajo el relato del goce. No obstante, sería inocente olvidar nuestros designios, extraviaríamos con cualquier destello pasajero. Ya sea que busquemos aprender una lengua muerta, el amor, la revolución contra las pantallas o los manuscritos árabes que completan la Poética de Aristóteles; uno debe cargar con cierto talismán para cumplir el ritual de transformación. La vitela de mi talismán se confunde con la piel de los cocodrilos, socava su mitología de la aspereza del delirio; su brújula contempla las latitudes y el magnetismo de las palabras. Transformarse comprende esas ausencias y espacios vacíos: los que cambian desconocen los referentes contiguos, requieren estrechar vínculos con la gravitación, única fuerza leal ante la proximidad de dos cuerpos. Vistas desde lejos, las cualidades de los demás nos podrían parecer grotescas. ¿Por qué habríamos de afirmar que nosotros hubiéramos hecho lo mismo, incluso, mejor? Nuestro reflejo se suspende. Transformarse requiere lavar nuestros rostros antes de improvisar una máscara dentro del carnaval de lo grotesco. Celebrar porque lo grotesco se trataba de un arte fantástico donde dinámicas formas humanas, animales y vegetales, cuyos límites se desvanecen, traslapan y mezclan en risueña anarquía, simbolizan la naturaleza inacabada y el cambio constante de todo lo que existe. ¿Cómo descoser mi carita? ¿Cómo reconocer?

Quiero mediar hacia una transición, plantear mis intuiciones. Me gustan los matices aunque también sigo emparentando con mis excesos y obsesiones. Con el abandono de las redes sociales no me siento más abrigado, algunas ideas son más frescas y me gusta la línea punteada con la que se delinean los demás. Busco sostenerme sin ninguna ayuda porque suelo ser narcisista. Intento mantenerme atento para no ceder ante el solipsismo. Necesito ser un mago de la teoría de números para ganar la lotería. Veo los atardeceres durante algunos minutos, aprecio la presencia; desearía quitarme ciertas capas. Tramo mi estera, me abro hacia el territorio de la sinuosidad. Quiero escribir y editar durante más tiempo. Me busco en los estuarios porque si logro encontrar ese reflejo, la posición del misterio da lugar para equivocarnos. Uno debe atribuirse su propio ritual; por eso he acudido a la superficie, llevo mi caldero de signos y doy la primera bocanada. Veo cruzar luces ante la impasibilidad de las esferas. Busco mi nombre en los designios compartidos de mi vida. Creo en la literatura, todavía. Al igual que la literatura, las conchas de mar pueden habitar diversas profundidades; aún vacías, los cangrejos ermitaños las toman prestadas para crecer y hacer sus casas.

🐉︎ Octubre de 2023.