OrnamentaBarroca

Primero Sueño,
que así intituló y compuso la Madre Juana Inés de la Cruz, imitando a Góngora

 Piramidal, funesta, de la tierra
nacida sombra, al Cielo encaminaba 
de vanos obeliscos punta altiva, 
escalar pretendiendo las Estrellas; 
si bien sus luces bellas
—exentas siempre, siempre rutilantes— 
la tenebrosa guerra 
que con negros vapores le intimaba 
la pavorosa sombra fugitiva 
burlaban tan distantes,
que su atezado ceño 
al superior convexo aun no llegaba 
del orbe de la Diosa 
que tres veces hermosa 
con tres hermosos rostros ser ostenta,
quedando sólo o dueño 
del aire que empañaba 
con el aliento denso que exhalaba; 
y en la quietud contenta 
de imperio silencioso,
sumisas sólo voces consentía 
de las nocturnas aves, 
tan obscuras, tan graves, 
que aun el silencio no se interrumpía.
Con tardo vuelo y canto, del oído
mal, y aun peor del ánimo admitido, 
la avergonzada Nictimene acecha 
de las sagradas puertas los resquicios, 
o de las claraboyas eminentes 
los huecos más propicios
que capaz a su intento le abren brecha, 
y sacrílega llega a los lucientes 
faroles sacros de perenne llama, 
que extingue, si no infama, 
en licor claro la materia crasa
consumiendo, que el árbol de Minerva 
de su fruto, de prensas agravado, 
congojoso sudó y rindió forzado.
Y aquellas que su casa 
campo vieron volver, sus telas hierba,
a la deidad de Baco inobedientes, 
—ya no historias contando diferentes, 
en forma sí afrentosa transformadas—, 
segunda forman niebla, 
ser vistas aun temiendo en la tiniebla,
aves sin pluma aladas: 
aquellas tres oficïosas, digo, 
atrevidas Hermanas, 
que el tremendo castigo 
de desnudas les dio pardas membranas
alas tan mal dispuestas 
que escarnio son aun de las más funestas: 
éstas, con el parlero 
ministro de Plutón un tiempo, ahora 
supersticioso indicio al agorero,
solos la no canora 
componían capilla pavorosa, 
máximas, negras, longas entonando, 
y pausas más que voces, esperando 
a la torpe mensura perezosa
de mayor proporción tal vez, que el viento  
con flemático echaba movimiento, 
de tan tardo compás, tan detenido, 
que en medio se quedó tal vez dormido.
Éste, pues, triste son intercadente
de la asombrada turba temerosa, 
menos a la atención solicitaba 
que al sueño persuadía; 
antes sí, lentamente, 
su obtusa consonancia espaciosa
al sosiego inducía 
y al reposo los miembros convidaba, 
—el silencio intimando a los vivientes, 
uno y otro sellando labio obscuro 
con indicante dedo,
Harpócrates, la noche, silencioso; 
a cuyo, aunque no duro, 
si bien imperïoso 
precepto, todos fueron obedientes—.
El viento sosegado, el can dormido,
éste yace, aquél quedo 
los átomos no mueve, 
con el susurro hacer temiendo leve, 
aunque poco, sacrílego ruïdo, 
violador del silencio sosegado.
El mar, no ya alterado, 
ni aun la instable mecía 
cerúlea cuna donde el Sol dormía; 
y los dormidos, siempre mudos, peces, 
en los lechos lamosos
de sus obscuros senos cavernosos, 
mudos eran dos veces; 
y entre ellos, la engañosa encantadora 
Alcione, a los que antes 
en peces transformó, simples amantes, 
transformada también, vengaba ahora.
En los del monte senos escondidos, 
cóncavos de peñascos mal formados 
—de su aspereza menos defendidos 
que de su obscuridad asegurados—, 
cuya mansión sombría 
ser puede noche en la mitad del día, 
incógnita aun al cierto 
montaraz pie del cazador experto, 
—depuesta la fiereza 
de unos, y de otros el temor depuesto—
yacía el vulgo bruto, 
a la Naturaleza 
el de su potestad pagando impuesto, 
universal tributo; 
y el Rey, que vigilancias afectaba, 
aun con abiertos ojos no velaba.
El de sus mismos perros acosado, 
monarca en otro tiempo esclarecido, 
tímido ya venado,
con vigilante oído, 
del sosegado ambiente 
al menor perceptible movimiento 
que los átomos muda, 
la oreja alterna aguda 
y el leve rumor siente 
que aun le altera dormido. 
Y en la quietud del nido, 
que de brozas y lodo, instable hamaca, 
formó en la más opaca 
parte del árbol, duerme recogida 
la leve turba, descansando el viento 
del que le corta, alado movimiento.
De Júpiter el ave generosa 
—como al fin Reina—, por no darse entera
al descanso, que vicio considera 
si de preciso pasa, cuidadosa 
de no incurrir de omisa en el exceso, 
a un solo pie librada fía el peso 
y en otro guarda el cálculo pequeño
—despertador reloj del leve sueño—, 
porque, si necesario fue admitido, 
no pueda dilatarse continuado, 
antes interrumpido 
del regio sea pastoral cuidado.
¡Oh de la Majestad pensión gravosa, 
que aun el menor descuido no perdona! 
Causa, quizá, que ha hecho misteriosa, 
circular, denotando, la corona, 
en círculo dorado,
que el afán es no menos continuado.
El sueño todo, en fin, lo poseía; 
todo, en fin, el silencio lo ocupaba: 
aun el ladrón dormía; 
aun el amante no se desvelaba.
El conticinio casi ya pasando 
iba, y la sombra dimidiaba, cuando 
de las diurnas tareas fatigados, 
— y no sólo oprimidos 
del afán ponderoso
del corporal trabajo, mas cansados 
del deleite también, (que también cansa 
objeto continuado a los sentidos 
aun siendo deleitoso: 
que la Naturaleza siempre alterna
ya una, ya otra balanza, 
distribuyendo varios ejercicios, 
ya al ocio, ya al trabajo destinados, 
en el fiel infïel con que gobierna 
la aparatosa máquina del mundo)—;
así, pues, de profundo 
sueño dulce los miembros ocupados, 
quedaron los sentidos 
del que ejercicio tienen ordinario, 
—trabajo en fin, pero trabajo amado
si hay amable trabajo—, 
si privados no, al menos suspendidos, 
y cediendo al retrato del contrario 
de la vida, que —lentamente armado— 
cobarde embiste y vence perezoso
con armas soñolientas, 
desde el cayado humilde al cetro altivo, 
sin que haya distintivo 
que el sayal de la púrpura discierna: 
pues su nivel, en todo poderoso,
gradúa por exentas 
a ningunas personas, 
desde la de a quien tres forman coronas 
soberana tiara, 
hasta la que pajiza vive choza;
desde la que el Danubio undoso dora, 
a la que junco humilde, humilde mora; 
y con siempre igual vara 
(como, en efecto, imagen poderosa 
de la muerte) Morfeo
el sayal mide igual con el brocado.
El alma, pues, suspensa 
del exterior gobierno, —en que ocupada 
en material empleo, 
o bien o mal da el día por gastado—,
solamente dispensa 
remota, si del todo separada 
no, a los de muerte temporal opresos 
lánguidos miembros, sosegados huesos, 
los gajes del calor vegetativo,
el cuerpo siendo, en sosegada calma, 
un cadáver con alma, 
muerto a la vida y a la muerte vivo, 
de lo segundo dando tardas señas 
el del reloj humano
vital volante que, si no con mano, 
con arterial concierto, unas pequeñas 
muestras, pulsando, manifiesta lento 
de su bien regulado movimiento.
Este, pues, miembro rey y centro vivo
de espíritus vitales, 
con su asociado respirante fuelle 
—pulmón, que imán del viento es atractivo, 
que en movimientos nunca desiguales 
o comprimiendo ya, o ya dilatando
el musculoso, claro arcaduz blando, 
hace que en el resuelle 
el que le circunscribe fresco ambiente 
que impele ya caliente, 
y él venga su expulsión haciendo activo
pequeños robos al calor nativo, 
algún tiempo llorados, 
nunca recuperados, 
si ahora no sentidos de su dueño, 
que, repetido, no hay robo pequeño—;
éstos, pues, de mayor, como ya digo, 
excepción, uno y otro fiel testigo, 
la vida aseguraban, 
mientras con mudas voces impugnaban 
la información, callados, los sentidos
—con no replicar sólo defendidos—, 
y la lengua que, torpe, enmudecía, 
con no poder hablar los desmentía.
Y aquella del calor más competente 
científica oficina,
próvida de los miembros despensera, 
que avara nunca y siempre diligente, 
ni a la parte prefiere más vecina 
ni olvida a la remota, 
y en ajustado natural cuadrante
las cuantidades nota 
que a cada cuál tocarle considera, 
del que alambicó quilo el incesante 
calor, en el manjar que —medianero 
piadoso —entre él y el húmedo interpuso
su inocente substancia, 
pagando por entero 
la que, ya piedad sea, o ya arrogancia, 
al contrario voraz necio lo expuso, 
—merecido castigo, aunque se excuse,
al que en pendencia ajena se introduce—; 
ésta, pues, si no fragua de Vulcano, 
templada hoguera del calor humano, 
al cerebro envïaba 
húmedos, más tan claros los vapores
de los atemperados cuatro humores, 
que con ellos no sólo no empañaba 
los simulacros que la estimativa 
dio a la imaginativa 
y aquésta, por custodia más segura,
en forma ya más pura 
entregó a la memoria que, oficiosa, 
grabó tenaz y guarda cuidadosa, 
sino que daban a la fantasía 
lugar de que formase
imágenes diversas.
Y del modo 
que en tersa superficie, que de Faro 
cristalino portento, asilo raro 
fue, en distancia longísima se vían 
(sin que ésta le estorbase)
del reino casi de Neptuno todo 
las que distantes le surcaban naves, 
—viéndose claramente 
en su azogada luna 
el número, el tamaño y la fortuna
que en la instable campaña transparente 
arresgadas tenían, 
mientras aguas y vientos dividían 
sus velas leves y sus quillas graves—: 
así ella, sosegada, iba copiando
las imágenes todas de las cosas, 
y el pincel invisible iba formando 
de mentales, sin luz, siempre vistosas 
colores, las figuras 
no sólo ya de todas las criaturas
sublunares, más aun también de aquéllas 
que intelectuales claras son Estrellas, 
y en el modo posible 
que concebirse puede lo invisible, 
en sí, mañosa, las representaba
y al Alma las mostraba.
La cual, en tanto, toda convertida
a su inmaterial Ser y esencia bella, 
aquella contemplaba, 
participada de alto Ser, centella
que con similitud en sí gozaba; 
y juzgándose casi dividida 
de aquella que impedida 
siempre la tiene, corporal cadena,  
que grosera embaraza y torpe impide
el vuelo intelectual con que ya mide 
la cuantidad inmensa de la Esfera, 
ya el curso considera 
regular, con que giran desiguales 
los cuerpos celestiales,
—culpa si grave, merecida pena 
(torcedor del sosiego, riguroso) 
de estudio vanamente judicioso—, 
puesta, a su parecer, en la eminente 
cumbre de un monte a quien el mismo Atlante 
que preside gigante 
a los demás, enano obedecía, 
y Olimpo, cuya sosegada frente 
nunca de aura agitada 
consintió ser violada,
aun falda suya ser no merecía: 
pues las nubes: —que opaca son corona 
de la más elevada corpulencia, 
del volcán más soberbio que en la tierra 
gigante erguido intima al cielo guerra—, 
apenas densa zona 
de su altiva eminencia, 
o a su vasta cintura 
cíngulo tosco son, que —mal ceñido— 
o el viento lo desata sacudido,
o vecino el calor del Sol lo apura.
A la región primera de su altura, 
(ínfima parte, digo, dividiendo 
en tres su continuado cuerpo horrendo), 
el rápido no pudo, el veloz vuelo
del águila —que puntas hace al Cielo 
y al Sol bebe los rayos pretendiendo 
entre sus luces colocar su nido— 
llegar; bien que esforzando 
más que nunca el impulso, ya batiendo
las dos plumadas velas, ya peinando 
con las garras el aire, ha pretendido, 
tejiendo de los átomos escalas, 
que su inmunidad rompan sus dos alas.
Las Pirámides dos —ostentaciones
de Menfis vano y de la Arquitectura 
último esmero, si ya no pendones 
fijos, no tremolantes—, cuya altura 
coronada de bárbaros trofeos 
tumba y bandera fue a los Ptolomeos,
que al viento, que a las nubes publicaba 
(si ya también al Cielo no decía) 
de su grande, su siempre vencedora 
ciudad —ya Cairo ahora—
las que, porque a su copia enmudía,
la Fama no cantaba. 
Gitanas glorias, Ménficas proezas, 
aun en el viento, aun en el Cielo impresas: :
éstas,—que en nivelada simetría 
su estatura crecía
con tal diminución, con arte tanto, 
que (cuanto más al Cielo caminaba) 
a la vista, que lince la miraba, 
entre los vientos se desparecía, 
sin permitir mirar la sutil punta
que al primer orbe finge que se junta, 
hasta que fatigada del espanto, 
no descendida, sino despeñada 
se hallaba al pie de la espaciosa basa, 
tarde o mal recobrada
del desvanecimiento 
que pena fue no escasa 
del visüal alado atrevimiento—, 
cuyos cuerpos opacos 
no al Sol opuestos, antes avenidos
con sus luces, si no confederados 
con él (como, en efecto, confinantes), 
tan del todo bañados 
de su resplandor eran, que —lucidos— 
nunca de calorosos caminantes
al fatigado aliento, a los pies flacos, 
ofrecieron alfombra 
aun de pequeña, aun de señal de sombra: :
éstas, que glorias ya sean Gitanas, 
o elaciones profanas,
bárbaros jeroglíficos de ciego 
error, según el Griego 
ciego también, dulcísimo Poeta, 
—si ya, por las que escribe 
Aquileyas proezas
o marciales de Ulises sutilezas, 
la unión no le recibe 
de los Historiadores, o le acepta 
(cuando entre su catálogo le cuente) 
que gloria más que número le aumente—,
de cuya dulce serie numerosa 
fuera más fácil cosa 
al temido Tonante 
el rayo fulminante 
quitar, o la pesada
a Alcides clava herrada, 
que un hemistiquio sólo 
de los que le dictó propicio Apolo: :
según de Homero, digo, la sentencia, 
las Pirámides fueron materiales
tipos solos, señales exteriores 
de las que, dimensiones interiores, 
especies son del Alma intencionales: 
que como sube en piramidal punta 
al Cielo la ambiciosa llama ardiente,
así la humana mente 
su figura trasunta, 
y a la Causa Primera siempre aspira, 
—céntrico punto donde recta tira 
la línea, si ya no circunferencia,
que contiene, infinita, toda esencia—.
Estos, pues, Montes dos artificiales 
(bien maravillas, bien milagros sean), 
y aun aquella blasfema altiva Torre 
de quien hoy dolorosas son señales
—no en piedras, sino en lenguas desiguales, 
porque voraz el tiempo no las borre— 
los idiomas diversos que escasean 
el sociable trato de las gentes 
(haciendo que parezcan diferentes
los que unos hizo la Naturaleza, 
de la lengua por sólo la extrañeza), 
si fueran comparados 
a la mental pirámide elevada 
donde, sin saber cómo, colocada
el Alma se miró, tan atrasados 
se hallaran, que cualquiera 
graduara su cima por Esfera: 
pues su ambicioso anhelo, 
haciendo cumbre de su propio vuelo,
en la más eminente 
la encumbró parte de su propia mente, 
de sí tan remontada, que creía 
que a otra nueva región de sí salía.
En cuya casi elevación inmensa,
gozosa mas suspensa, 
suspensa pero ufana, 
y atónita aunque ufana, la suprema 
de lo sublunar Reina soberana, 
la vista perspicaz, libre de anteojos,
de sus intelectuales bellos ojos, 
(sin que distancia tema 
ni de obstáculo opaco se recele, 
de que interpuesto algún objeto cele), 
libre tendió por todo lo crïado:
cuyo inmenso agregado, 
cúmulo incomprehensible, 
aunque a la vista quiso manifiesto 
dar señas de posible, 
a la comprehensión no, que —entorpecida
con la sobra de objetos, y excedida 
de la grandeza de ellos su potencia—, 
retrocedió cobarde.
Tanto no, del osado presupuesto, 
revocó la intención, arrepentida,
la vista que intentó descomedida 
en vano hacer alarde 
contra objeto que excede en excelencia 
las líneas visuales, 
—contra el Sol, digo, cuerpo luminoso,
cuyos rayos castigo son fogoso, 
que fuerzas desiguales 
despreciando, castigan rayo a rayo 
el confïado, antes atrevido 
y ya llorado ensayo,
(necia experiencia que costosa tanto 
fue, que ícaro ya, su propio llanto 
lo anegó enternecido)—, 
como el entendimiento, aquí vencido 
no menos de la inmensa muchedumbre
(de tanta maquinosa pesadumbre 
de diversas especies, conglobado 
esférico compuesto), 
que de las cualidades 
de cada cual, cedió; tan asombrado,
que —entre la copia puesto, 
pobre con ella en las neutralidades 
de un mar de asombros, la elección confusa—, 
equivocó las ondas zozobraba; 
y por mirarlo todo, nada vía,
ni discernir podía 
(bota la facultad intelectiva 
en tanta, tan difusa 
incomprehensible especie que miraba 
desde el un eje en que librada estriba
la máquina voluble de la Esfera, 
al contrapuesto polo) 
las partes, ya no solo, 
que al universo todo considera 
serle perfeccionantes,
a su ornato, no mas, pertenecientes; 
Mas ni aun las que integrantes 
miembros son de su cuerpo dilatado, 
proporcionadamente competentes.
Mas como al que ha usurpado
diuturna obscuridad, de los objetos 
visibles los colores, 
si súbitos le asaltan resplandores, 
con la sobra de luz queda más ciego 
—que el exceso contrarios hace efectos
en la torpe potencia, que la lumbre 
del Sol admitir luego 
no puede por la falta de costumbre—, 
y a la tiniebla misma, que antes era 
tenebroso a la vista impedimento,
de los agravios de la luz apela, 
y una vez y otra con la mano cela 
de los débiles ojos deslumbrados 
los rayos vacilantes, 
sirviendo ya —piadosa medianera—
la sombra de instrumento 
para que recobrados 
por grados se habiliten, 
porque después constantes 
su operación más firmes ejerciten,
—recurso natural, innata ciencia 
que confirmada ya de la experiencia, 
maestro quizá mudo, 
retórico ejemplar, inducir pudo 
a uno y otro Galeno
para que del mortífero veneno, 
en bien proporcionadas cantidades 
escrupulosamente regulando 
las ocultas nocivas cualidades, 
ya por sobrado exceso
de cálidas o frías, 
o ya por ignoradas simpatías 
o antipatías con que van obrando 
las causas naturales su progreso, 
(a la admiración dando, suspendida,
efecto cierto en causa no sabida, 
con prolijo desvelo y remirada 
empírica atención, examinada 
en la bruta experiencia, 
por menos peligrosa),
la confección hicieran provechosa, 
último afán de la Apolínea ciencia, 
de admirable trïaca, 
¡que así del mal el bien tal vez se saca!—: :
no de otra suerte el Alma, que asombrada
de la vista quedó de objeto tanto, 
la atención recogió, que derramada 
en diversidad tanta, aun no sabía 
recobrarse a sí misma del espanto 
que portentoso había
su discurso calmado, 
permitiéndole apenas 
de un concepto confuso 
el informe embrïón que, mal formado, 
inordinado caos retrataba
de confusas especies que abrazaba, 
—sin orden avenidas, 
sin orden separadas, 
que cuanto más se implican combinadas 
tanto más se disuelven desunidas,
de diversidad llenas—, 
ciñendo con violencia lo difuso 
de objeto tanto, a tan pequeño vaso, 
(aun al más bajo, aun al menor, escaso).
Las velas, en efecto, recogidas,
que fïó inadvertidas 
traidor al mar, al viento ventilante, 
—buscando, desatento, 
al mar fidelidad, constancia al viento— 
mal le hizo de su grado
en la mental orilla 
dar fondo, destrozado, 
al timón roto, a la quebrada entena, 
besando arena a arena 
de la playa el bajel, astilla a astilla,
donde —ya recobrado— 
el lugar usurpó de la carena 
cuerda refleja, reportado aviso 
de dictamen remiso: 
que, en su operación misma reportado,
más juzgó conveniente 
a singular asunto reducirse, 
o separadamente 
una por una discurrir las cosas 
que vienen a ceñirse
en las que artificiosas 
dos veces cinco son Categorías: :
reducción metafísica que enseña 
(los entes concibiendo generales 
en sólo unas mentales fantasías
donde de la materia se desdeña 
el discurso abstraído) 
ciencia a formar de los universales, 
reparando, advertido, 
con el arte el defecto
de no poder con un intüitivo 
conocer acto todo lo crïado, 
sino que, haciendo escala, de un concepto 
en otro va ascendiendo grado a grado, 
y el de comprender orden relativo
sigue, necesitado 
del del entendimiento 
limitado vigor, que a sucesivo 
discurso fía su aprovechamiento: :
cuyas débiles fuerzas, la doctrina
con doctos alimentos va esforzando, 
y el prolijo, si blando, 
continuo curso de la disciplina, 
robustos le va alientos infundiendo, 
con que más animoso
al palio glorïoso 
del empeño más arduo, altivo aspira, 
los altos escalones ascendiendo, 
—en una ya, ya en otra cultivado 
facultad— hasta que insensiblemente
la honrosa cumbre mira 
término dulce de su afán pesado 
(de amarga siembra, fruto al gusto grato, 
que aun a largas fatigas fue barato), 
y con planta valiente
la cima huella de su altiva frente.
De esta serie seguir mi entendimiento
el método quería, 
o del ínfimo grado 
del ser inanimado
(menos favorecido, 
si no más desvalido, 
de la segunda causa productiva), 
pasar a la más noble jerarquía 
que, en vegetable aliento,
primogénito es, aunque grosero, 
de Thetis, —el primero 
que a sus fértiles pechos maternales, 
con virtud atractiva, 
los dulces apoyó manantïales
de humor terrestre, que a su nutrimento 
natural es dulcísimo alimento—, 
y de cuatro adornada operaciones 
de contrarias acciones, 
ya atrae, ya segrega diligente
lo que no serle juzga conveniente, 
ya lo superfluo expele, y de la copia 
la substancia más útil hace propia;
y —ésta ya investigada—
forma inculcar más bella
(de sentido adornada, 
y aun más que de sentido, de aprehensiva 
fuerza imaginativa), 
que justa puede ocasionar querella 
—cuando afrenta no sea—
de la que más lucida centellea 
inanimada Estrella, 
bien que soberbios brille resplandores, 
—que hasta a los Astros puede superiores, 
aun la menor criatura, aun la más baja,
ocasionar envidia, hacer ventaja—;
y de este corporal conocimiento 
haciendo, bien que escaso, fundamento, 
al supremo pasar maravilloso 
compuesto triplicado,
de tres acordes líneas ordenado 
y de las formas todas inferiores 
compendio misterioso: 
bisagra engarzadora 
de la que más se eleva entronizada
Naturaleza pura 
y de la que, criatura 
menos noble, se ve más abatida: 
no de las cinco solas adornada 
sensibles facultades,
mas de las interiores 
que tres rectrices son, ennoblecida, 
—que para ser señora 
de las demás, no en vano 
la adornó Sabia Poderosa Mano—:
fin de Sus obras, círculo que cierra 
la Esfera con la tierra, 
última perfección de lo criado 
y último de su Eterno Autor agrado, 
en quien con satisfecha complacencia
Su inmensa descansó magnificencia:
fábrica portentosa 
que, cuanto más altiva al Cielo toca, 
sella el polvo la boca, 
—de quien ser pudo imagen misteriosa
la que águila Evangélica, sagrada 
visión en Patmos vio, que las Estrellas 
midió y el suelo con iguales huellas, 
o la estatua eminente 
que del metal mostraba más preciado
la rica altiva frente, 
y en el más desechado 
material, flaco fundamento hacía, 
con que a leve vaivén se deshacía—: 
el Hombre, digo, en fin, mayor portento
que discurre el humano entendimiento; 
compendio que absoluto 
parece al ángel, a la planta, al bruto; 
cuya altiva bajeza 
toda participó Naturaleza.
¿Por qué? Quizá porque más venturosa 
que todas, encumbrada 
a merced de amorosa 
Unión sería. ¡Oh, aunque repetida, 
nunca bastantemente bien sabida
merced, pues ignorada 
en lo poco apreciada 
parece, o en lo mal correspondida!
Estos, pues, grados discurrir quería 
unas veces; pero otras, disentía,
excesivo juzgando atrevimiento 
el discurrirlo todo, 
quien aun la más pequeña, 
aun la más fácil parte no entendía 
de los más manüales
efectos naturales; 
quien de la fuente no alcanzó risueña 
el ignorado modo 
con que el curso dirige cristalino 
deteniendo en ambages su camino,
—los horrorosos senos 
de Plutón, las cavernas pavorosas 
del abismo tremendo, 
las campañas hermosas, 
los Eliseos amenos,
tálamo ya de su triforme esposa, 
clara pesquisidora registrando, 
(útil curiosidad, aunque prolija, 
que de su no cobrada bella hija 
noticia cierta dio a la rubia Diosa,
cuando montes y selvas trastornando, 
cuando prados y bosques inquiriendo, 
su vida iba buscando 
y del dolor su vida iba perdiendo)—;
quien de la breve flor aun no sabía
por qué ebúrnea figura 
circunscribe su frágil hermosura: 
mixtos, por qué, colores 
—confundiendo la grana en los albores—
fragante le son gala:
ambares por qué exhala, 
y el leve, si más bello 
ropaje al viento explica, 
que en una y otra fresca multiplica 
hija, formando pompa escarolada 
de dorados perfiles cairelada, 
que —roto del capillo el blanco sello— 
de dulce herida de la Cipria Diosa 
los despojos ostenta jactanciosa, 
si ya el que la colora,
candor al alba, púrpura al aurora 
no le usurpó y, mezclado, 
purpúreo es ampo, rosicler nevado: 
tornasol que concita 
los que del prado aplausos solicita,
preceptor quizá vano 
—si no ejemplo profano— 
de industria femenil que el más activo 
veneno, hace dos veces ser nocivo 
en el velo aparente
de la que finge tez resplandeciente.
Pues si a un objeto solo, —repetía 
tímido el Pensamiento—, 
huye el conocimiento 
y cobarde el discurso se desvía;
si a especie segregada 
—como de las demás independiente, 
como sin relación considerada— 
da las espaldas el entendimiento, 
y asombrado el discurso se espeluza
del difícil certamen que rehúsa 
acometer valiente, 
porque teme cobarde 
comprehenderlo o mal, o nunca, o tarde, 
¿cómo en tan espantosa
máquina inmensa discurrir pudiera, 
cuyo terrible incomportable peso 
—si ya en su centro mismo no estribara—
de Atlante a las espaldas agobiara, 
de Alcides a las fuerzas excediera;
y el que fue de la Esfera 
bastante contrapeso, 
pesada menos, menos ponderosa 
su máquina juzgara, que la empresa 
de investigar a la Naturaleza?
Otras —más esforzado—
demasiada acusaba cobardía 
el lauro antes ceder, que en la lid dura 
haber siquiera entrado, 
y al ejemplar osado
del claro joven la atención volvía, 
—auriga altivo del ardiente carro— 
y el, si infeliz, bizarro 
alto impulso, el espíritu encendía: 
donde el ánimo halla
—más que el temor ejemplos de escarmiento— 
abiertas sendas al atrevimiento, 
que una ya vez trilladas, no hay castigo 
que intento baste a remover segundo, 
(segunda ambición, digo).
Ni el panteón profundo 
—cerúlea tumba a su infeliz ceniza—, 
ni el vengativo rayo fulminante 
mueve, por más que avisa, 
al ánimo arrogante
que, el vivir despreciando, determina 
su nombre eternizar en su ruina. 
Tipo es, antes, modelo: 
ejemplar pernicioso 
que alas engendra a repetido vuelo,
del ánimo ambicioso 
que —del mismo terror haciendo halago 
que al valor lisonjea—, 
las glorias deletrea 
entre los caracteres del estrago.
O el castigo jamás se publicara, 
porque nunca el delito se intentara: 
político silencio antes rompiera 
los autos del proceso, 
—circunspecto estadista—;
o en fingida ignorancia simulara, 
o con secreta pena castigara 
el insolente exceso, 
sin que a popular vista 
el ejemplar nocivo propusiera:
que del mayor delito la malicia 
peligra en la noticia, 
contagio dilatado trascendiendo; 
porque singular culpa sólo siendo, 
dejara más remota a lo ignorado
su ejecución, que no a lo escarmentado.
Mas mientras entre escollos zozobraba 
confusa la elección, sirtes tocando 
de imposibles, en cuantos intentaba 
rumbos seguir, —no hallando
materia en que cebarse 
el calor ya, pues su templada llama 
(llama al fin, aunque más templada sea, 
que si su activa emplea 
operación, consume, si no inflama)
sin poder excusarse 
había lentamente 
el manjar trasformado, 
propia substancia de la ajena haciendo: 
y el que hervor resultaba bullicioso
de la unión entre el húmedo y ardiente, 
en el maravilloso 
natural vaso, había ya cesado 
(faltando el medio), y consiguientemente 
los que de él ascendiendo
soporíferos, húmedos vapores 
el trono racional embarazaban 
(desde donde a los miembros derramaban 
dulce entorpecimiento), 
a los suaves ardores
del calor consumidos, 
las cadenas del sueño desataban: 
y la falta sintiendo de alimento 
los miembros extenuados, 
del descanso cansados,
ni del todo despiertos ni dormidos, 
muestras de apetecer el movimiento 
con tardos esperezos 
ya daban, extendiendo 
los nervios, poco a poco, entumecidos,
y los cansados huesos 
(aun sin entero arbitrio de su dueño) 
volviendo al otro lado—, 
a cobrar empezaron los sentidos, 
dulcemente impedidos
del natural beleño, 
su operación, los ojos entreabriendo.
Y del cerebro, ya desocupado, 
las fantasmas huyeron 
y —como de vapor leve formadas—
en fácil humo, en viento convertidas, 
su forma resolvieron. 
Así linterna mágica, pintadas 
representa fingidas 
en la blanca pared varias figuras,
de la sombra no menos ayudadas 
que de la luz: que en trémulos reflejos 
los competentes lejos 
guardando de la docta perspectiva, 
en sus ciertas mensuras
de varias experiencias aprobadas, 
la sombra fugitiva, 
que en el mismo esplendor se desvanece, 
cuerpo finge formado, 
de todas dimensiones adornado,
cuando aun ser superficie no merece.
En tanto el Padre de la Luz ardiente,
de acercarse al Oriente 
ya el término prefijo conocía, 
y al antípoda opuesto despedía
con transmontantes rayos: 
que —de su luz en trémulos desmayos— 
en el punto hace mismo su Occidente, 
que nuestro Oriente ilustra luminoso. 
Pero de Venus, antes, el hermoso
apacible lucero 
rompió el albor primero, 
y del viejo Tithón la bella esposa 
—amazona de luces mil vestida, 
contra la noche armada,
hermosa si atrevida, 
valiente aunque llorosa—, 
su frente mostró hermosa 
de matutinas luces coronada, 
aunque tierno preludio, ya animoso,
del Planeta fogoso, 
que venía las tropas reclutando 
de bisoñas vislumbres, 
—las más robustas, veteranas lumbres 
para la retaguardia reservando—,
contra la que, tirana usurpadora 
del imperio del día, 
negro laurel de sombras mil ceñía 
y con nocturno cetro pavoroso 
las sombras gobernaba,
de quien aun ella misma se espantaba.
Pero apenas la bella precursora 
signifera del Sol, el luminoso 
en el Oriente tremoló estandarte, 
tocando al arma todos los suaves
si bélicos clarines de las aves, 
(diestros, aunque sin arte, 
trompetas sonorosos), 
cuando, —como tirana al fin, cobarde, 
de recelos medrosos
embarazada, bien que hacer alarde 
intentó de sus fuerzas, oponiendo 
de su funesta capa los reparos, 
breves en ella de los tajos claros 
heridas recibiendo,
(bien que mal satisfecho su denuedo, 
pretexto mal formado fue del miedo, 
su débil resistencia conociendo)—, 
a la fuga ya casi cometiendo 
más que a la fuerza, el medio de salvarse,
ronca tocó bocina 
a recoger los negros escuadrones 
para poder en orden retirarse, 
cuando de más vecina 
plenitud de reflejos fue asaltada,
que la punta rayó más encumbrada 
de los del Mundo erguidos torreones.
Llegó, en efecto, el Sol cerrando el giro 
que esculpió de oro sobre azul zafiro: 
de mil multiplicados
mil veces puntos, flujos mil dorados 
—líneas, digo, de luz clara—, salían 
de su circunferencia luminosa, 
pautando al Cielo la cerúlea plana; 
y a la que antes funesta fue tirana
de su imperio, atropadas embestían: 
que sin concierto huyendo presurosa 
—en sus mismos horrores tropezando— 
su sombra iba pisando, 
y llegar al Ocaso pretendía
con el (sin orden ya) desbaratado 
ejército de sombras, acosado 
de la luz que el alcance le seguía.
Consiguió, al fin, la vista del Ocaso 
el fugitivo paso,
y —en su mismo despeño recobrada 
esforzando el aliento en la rüina—, 
en la mitad del globo que ha dejado 
el Sol desamparada, 
segunda vez rebelde determina
mirarse coronada, 
mientras nuestro Hemisferio la dorada 
ilustraba del Sol madeja hermosa, 
que con luz judiciosa 
de orden distributivo, repartiendo
a las cosas visibles sus colores 
iba, y restituyendo 
entera a los sentidos exteriores 
su operación, quedando a luz más cierta 
el Mundo iluminado, y yo despierta.


Ornamenta
el mundo iluminado, y yo despierta.