Sabedlo, navegantes: el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado.
—Aviso de Salvador Elizondo
Estos fragmentos deben conllevar breves pautas de café, su composición refleja un asterismo luminoso sobre los labios que pronuncien un mar recóndito. Quizá el presagio no es conveniente: adelantar dirigencias siempre será obra de prestidigitadores e hilanderas; sin embargo, debido a los fulgores con la vida, será coherente contar con algunas palabras antes de enmendar una confesión. El escenario que se aproxima es sólo un mirador revuelto de imágenes donde las palabras no deben ser creídas, tampoco convendría buscar intrincadas cifras de su lenguaje. Sin estrujar laberintos, estas páginas conforman mareas que el viento no mueve y sólo siguen el péndulo lunar; por ello, no se hablará en línea recta del tiempo y espacio, se podrá seguir la cadencia rutilante de mi aleteo sobre los claros femeninos que reinan estas aguas. Con esta disposición, espero que las crisálidas de estos delirios venzan las reticencias esparcidas y su fascinación conduzca hacia las olas idalias. Busca un cigarro ahora que puedes y pasa las manos sobre una pared rugosa donde la memoria encuentre palabras para dejar fluir las aguas rotas que este vistoso mascarón de proa confunde en sus imágenes: el naufragio luce inminente y perecer conforma un arambel de estrellas. Existe una cadencia de olas donde están designados nuestros días, entrar por sus remolinos nos podría reconducir hacia otros litorales ultramarinos, quizá hacia otro destino. Sin confundir las balizas ciegas, las abarloadas deposiciones del amanecer y los mástiles de lo imaginario frente a los vestigios de un paraje desolado, la transición de este viaje sigue los cantos fugaces de olas y nereidas. La sed de sal es una manera de navegar por primera vez hacia aquellas tribulaciones que fueron llamados mares lunares; no la lunación concreta en el satélite, sino una forma de mentir la vida y volver la escritura un cuerpo desorbitado, vagando sobre el cuaderno de nuestros más blancos atardeceres. Estas páginas han sido desenvueltas de la misma forma en la que un desierto escribe la veleidad sobre la arena: sólo de la confrontación con la llanura se despertará el espejismo de humedad que nos une.
Eduardo Reséndiz.
Ciudad de México, 2019.
Toda historia es común para el olvido: el sonido de las rocas cuando el declive de su éter erosiona su fisonomía, la hierofanía en una cintura femenina que avista la eternidad en los caudales de su adamar, la transgresión del tiempo lineal por las espesas fracturas en su constante incomplitud, la destreza del Redentor al profanar el orden con el barro, los cuadernos con líneas no acertadas sobre la confabulación de su blanco: ecos de un imperio traslúcido que pudo haberse ejercido por medio de la prestidigitación literaria, deslices que uno mira en la noche cuando su lámina cimbra el lento oleaje que describe la entereza de nuestras vidas. Las variaciones de la palabra mar, aseguran aquellos que han intimado una relación con la sal y las dorsales del agua, conducen hacia los orígenes concéntricos y reúnen los umbrales que han de nombrar los significados del destino; regresar de esa zona profunda no siempre es fácil y condiciona eternamente al viajero con musitar fragmentos y comisuras del relieve marino, ritmos de la marejada sobre la eterna historia de cualquier instante. Específicamente, surcar el indecible movimiento de los mares no terrestres requiere las destrezas del engaño y la seducción de las grietas que su naufragio incita. Magia y resarcimiento de vicios negros son herramientas necesarias para librar la posición de una ola que nos lleve de vuelta o, al menos, nos conduzca hacia la contrición lascivia del abismo donde las sensaciones son el único vacío de nuestra fascinación absoluta; nada conjurara nuestra alegre laceración sobre la sal y el agua, solo el tacto por la carne ha de recrear una senda para tildar el ánima. Conjugar ese esplendor suele ser una actividad hadal {quiero encontrar en tu boca la pulsión de mi nombre verdadero entre sábanas y piernas}, encontrar su síntesis para referir un lenguaje coherente; una disciplina rígida podría ayudar a conseguir modelos aldinos o llegar hasta el dominio ultraliterario. El orden aleatorio es fundamental para albergar nociones necesarias y reproducir el sueño ínfimo del viaje; instruir un ábaco que lleve las cuentas de las veces que hemos estado vivos {quiero un solo trazo por tu espalda para proferir mi idea del fuego}, para resoplar palabras precisas que el viento constituye en su brazada y nuestra memoria mantenga la tensión con sus aguas.
Estoy anclado, y el batel espera el suave insomnio de la resolana; el piélago es indistinto con su especulación celeste y la fisiología de la marea intuye los rasgos de las olas antes de desatar su temblor de furia: sesgos del universo al notar en el espejo la noción de las aguas, página blanca que flota sobre el sonido de su albor, intento por revenir del naufragio sobre este descanso descarado sobre tu nombre: el oleaje de los mares inventados ha sido incipiente para decir tu historia en muchas formas que no son nuestras, querida, lo es nuestro sueño dividido.
Dicen que su transición en nuestra historia se debe a un hecho falso plasmado dentro de diversos registros marítimos y esa resonancia fue formando cavilaciones en los oídos y las imaginaciones. Dicen que era adusto, cerado por las varias tardes que le dieron cuerpo castaño. Mostraba veleidad por las nereidas (revestimiento de sábanas enrollan, en una aleta de tela, a las piernas de la mujer mientras aletean), su aroma de pescado crudo y esa faz lejana cuando intentan arar sentido en artes de la adivinación; gustaba del sabor extraño de las neritas y ciertos moluscos que aparecen sólo en la brea del mar. Nadie sabe el año ni la estrella que fijó su suerte. Nadie ha realizado los sacramentos necesarios pues desconocen si era ser vivo o de fantasía. Los argumentos tienden a desaparecer la certeza de que fue ungido con barro y macerado en el vientre cuando su concepción; nada serviría inquirir los reveses de su nombre o su fisionomía velada por los artificios de las anécdotas. Algunos cuentan que su embarcación se partió en mar abierto y pereció sin saber cómo; unos incluyeron que se trató de una alegoría de época: imitando a algún tribuno romano, se arrojó hacia las aguas en busca del secreto amor o la veleidad incandescente; aquellos no descartan la posibilidad de un embuste más para proclamar nuevos mandamientos impositivos; otros arguyen que se trata de un viajero simbólico y su estancia mortal se expresa a través del fervor marino. ¿Quién de nosotros está libre de las alucinaciones especulares que rigen sobre nuestra espalda? Sobrevive, lo sé; e intenta, lo puedo jurar, abandonar sin hacer un escándalo. Su memoria fue transcrita en páginas equívocas que suspendieron la vigencia de su historia; ahora, sin pretensiones, esta es su tarde y la apariencia de su mujer se le ha multiplicado a través del innavegable mar de signos femeninos. ¿Podrá nuestro Adusto surcar ileso? ¿Podrá recrear el etéreo dialogismo luego de atravesar la otra orilla mientras la luz transcurre sobre su espalda? ¿Seguirá atento al movimiento de cadera de su mujer al prescindir de su desaparición? Este es su diario luego de cualquier candente noche de febrero, sus labores diarias ya no son fáciles y mira hacia el borde de su cama como una página desdoblando una enorme ola: temblor de tierra cuando se aproxima su maremoto, partición de la caricia a través de sus prolongamientos, cartografía de parajes susceptibles al magnetismo. Sin recato, esta es la reticencia de su navegación por un desierto de caricias: bebió las aguas abiertas, padeció la comunión con la vida vedada para cualquier estirpe, caminó la frágil y escultural noche según la cadencia de su mujer; conformando un contrapunto de nombres al evocarla en un raudal vacío. Si la palabra prosigue como un golpe de máquina, escribir no trata sobre laberintos o la holgura de tinta al incursionar sobre espejismos o manchas, sólo la figura cautiva del agua.
Quizá, al final de este blanco, algo mío y tuyo nos refleje; te estaré esperando afuera, Tina.
El espacio lavado de las olas, las huellas simples en la arena que no tocarán el amanecer, el firmamento replicado en la oscuridad terrestre, figuras enervadas que reponen su austral magnificencia a través de su estela, relieves de la escritura gravitatoria e incandescente. Por un lado, un cinturón de laureles iluminan el manto negro del absoluto espacio, heraldos a la espera de su promesa argonauta con el destino; por la otra extensión, un bulbo femenino despereza su imantada geometría de luciérnaga para desplegar la ínsula de su arrebato. La unión suave de cada región conforma las hilvanadas elipses, las paredes hondas que resguardan su audacia con los astros y la concavidad distinguida por el mínimo tacto en su pretérita contrición violeta. Los pliegues develan la mirada, su dilatación articula los muslos al enrubescer los remos en el artificio, venusta figura de peces han delineado su plegaria seglar sobre la marea; ¿qué silencio podrá descifrar esa vasija de conductas? Podría ser dicha pero los labios deben de mantener su livieza, tratando de agarrar palabras sin cuerpo en esa métrica de delusión. Aunque sea cosa distinta hablar de cuerpo femenino, siempre estará el indicio de dos círculos compareciendo un origen despaginado, un resguardo contiguo de escamas y selacia, una figura disuelta en su hialina oval: ( vesica piscis ). Ojalá su urdido baricentro que obliga desbordar la ambición lumbar; la piel satinada con su profundidad inmarcesible, el corazón apostillado al envilecer tiernamente la sangre para desplegar su bruma con un gesto inaudible. Mi acto de fe está en su peso sustantivo, sus reverberaciones por tu rostro, las marcas de arcilla donde la turbación reiteró la inmensa caricia del arte amatorio en dos fraseos. Ver sólo su mirada rota, enlucido lagrimal geométrico para beber su hábito fatuo u obedecer la pulsión de sus fuegos en su alma mar. Meter profundo entre los remos nuestra figura de nada, esforzar su grávido telón incumplible en la dársena encanillada y a la promesa de su cintura; sístole para no perder rumbo y no yacer en el espacio negro de las aguas. El barquero recrea una estela con su balsa, si lo simultáneo tuviera cabida, ésta reprodujera un espacio para introducir los presagios de nuestro nacimiento.
Tina Ponce lleva el cigarro hacia su boca, intercambia palabras del francés con aliteraciones del italiano, supone conformar una buena defensa contra los extraños que la intentan retener, distiende una bocanada y el suspenso recrea un relieve de sensualidad. Horas antes la encontré sentada frente a una fuente; fumando, suyo todo derredor. Lleva una blusa plateada, lo demás es negro, absoluto negro: botitas, blazer y muslos negros. Su nombre no es Tina Ponce, pero tampoco ya soy Eduardo. Sus frisados castaño acompasan las regiones que conquista y urde presagios entre las líneas de mis manos. La lentitud de su voz revierte mis planes a futuro; todo será a corto plazo y la eternidad será suficiente si logra trazar una última ola. Los dedos sostienen otro cigarro mientras la noche hechiza su blusa argenta. Deviene la tarde, inmensa en afecciones; la noche, con su arcoíris depuesto en tonos ámbar, grises y negros. Habría que cumplir la vida en esta dilación, quedarse en las fisuras del futuro que ella alcanza a decir mientras su nombre fulgura en la boca y beso su mejilla. Abandonamos la calle, caminamos y sigo la ruta hasta su casa. Subimos, miro su cadera y subimos sin recordar los largos apuntes que describieron nuestro encuentro. Abre la puerta y hablamos con livianos gestos los temblores de nuestra vida, sentados; al filo de la madrugada confiesa que es diabla. Da la vuelta e intermitentes constelaciones siguen el movimiento de sus piernas, el universo es el reflejo teselado de los lunares que ella resguarda. Sin premura, ha llegado a una de las habitaciones; me llama, me abraza y duerme mientras espero los altos del matinal. Ser vencido por la asonancia del amor, quedarse sólo con pliegues, fragmentos fugaces desplegados en trazos suaves, plegarías para Tina mientras sueña y sujeto su caldera de hechizos: ser vencido, sumergir cielos seglares a través del misterio gozoso de sus piernas, labrar el relieve de esa ola que fisionará la eternidad en este mar replegado a través de suspiros durmientes, erotizar las cumbres de su vacío, revertir la oscuridad con cada mano donde ella ha leído tiempos compuestos; la tersura tendrá cabida mientras cada presagio extiende su fuga por la piel y la imbricación conjunta el sueño: asentir cerca de ella mientras presiente cómo un espíritu se precipita hacia una resonancia nocturna, abrir sus piernas y acariciar su vuelo. Sin rumbo, me quedaré cerca de tus velos negros, musitando las ranuras del amanecer y acariciando tus muslos perfectos, disfrazaré todo esto del mar para romper tu fantasma y desaparecer.
Tina Ponce lleva el cigarro hacia su boca, sus labios mantienen un tono natural y esa armonía distingue un gesto desde el surco labial hasta el arco de venus, ambos estamos sentados en la sala; suelta una bocanada, veo el humo. Es un nuevo día, su perro enano pasea por el departamento y el agüita para café está por burbujear, la penumbra aún refleja los resquicios de la noche: ceniza de los cigarros de Tina, vasos sucios, botellas vacías, persianas abiertas. Me gusta tu palidez y castaños, Tina. Me gusta cómo inventas tu historia para que la soberbia perdure un instante fallido sobre el letargo de tu belleza. Horas antes, la claridad del alba asumió lentamente su imperio; todavía la gruesa oscuridad rondaba entre nosotros, todavía las fustes del ensueño enarbolan su velamen en un viaje unísono. Siento tu respiración cencellada y los pliegues de tu culo; pienso el olor profundo que resguardas y me gustaría hendir mi nariz para asentar la piel blanda: seguir tu origami de piernas y aspirar largo hasta marcarme por el peso indecible de tus muslos. Sólo respiro cerca de ti mientras musito palabras sin lugar en tu historia negra, —la eternidad, dicen los hermeneutas, sólo es cuestión de algunos elementos que incitan a revenir por su trayecto—, palabras aluzadas por el filo de tu cuello; acaricio tu vientre y muslos, me encantan tus muslos; remos que conducen su hechizo áureo por tu cuerpo con la intuición de lograr una brecha por un mar extinto. Se libra la lenta lasitud del sueño por tu piel y los labios quedan en un extraño sosiego; miro tus paredes y repisas, encuentro figuras santorales: uno es negro y otro semeja a un ermitaño. Nos observan sin juicios y quizá su cuerpo de cera, luciente yeso y barro, enuncia su plegaria revenida desde su certeza inmóvil, su fraseo se diluye en los cauces que su silencio tuvo en la carne, el verso profano necesario para hallar la proferta de su verbo interior. Nos observan con sus dos ojos pintados por tintura negra, escorzados sobre el blanco que fue espíritu y ahora sólo piedra, y yo te paso las manos por el cuerpo asentando su blandura, mi vista ya se vuelve un abismo seráfico; tú sólo suspiras, esa es mi respuesta al eco de los santos susurrando sobre la molicie del alma y la duda obsesiva del sitio donde reposan las vísceras luego de su eterna espera en el ánima. Te toco el culo esperando que mi polvo sea, por cualquier artificio o embuste, parte y simbiosis de una figura enunciando la vida desde su contemplación foránea; nadie dirá palabra sobre la eternidad. Sólo toco tu culo rico y no dudaría tomarte del vientre para hurgar por dentro con mis dedos; envilecer mi cuerpo con tu vulva y meterme en ti para volver a urdir mi nacimiento, pero nos observan y eres una cereza durmiente. Solo me quedaré aquí, frente a tu fulgor negro mientras duermes; mirando la ventana y tu rostro, sahumando tus olores y presagiando que nuestra figura contrapuesta de medialuna nada será después. Desde la ventana se asoma el desenlace inefable, la alcoba retoma su forma y repliega la penumbra de su sueño: estoy enamorado de Tina, su negrura y piel alborada. La acaricio con la mano recia mientras la altanoche, los azulados de la madrugada delimitan la espera del amanecer. Despierta; me nombra, pero yo sólo un sonido de escarcha agitado, difuso mientras su eco pervive en mí. Aleja su figura, entra al baño y quedo solo, oscilando sus castaños rubio todavía en mi profundidad, naufragando mientras sigo en camita. Pérdida de ritmo, anagnórisis. El perro enano la siguió y ella me llama desde la sala, las lupercales se cierran. Todavía es temprano y hemos dicho pocas cosas. Sin indulgencia pregunta qué ha pasado, nada recuerda ya. Le regreso hacia la tarde que no he transcrito aquí y tuvo de más. Ella no cree y sonríe sobre algunas cosas, le digo que es hermosa y me abrazó mientras dormía: te toqué los muslos y el culo esperando la mañana. Estamos en el silloncito; bocanada, el cigarro armoniza bien en su boca, las comisuras de sus labios humean y la habitación aspira su escenario hacia el vacío contiguo. Se sigue viendo hermosa y surge la extraña mirada, reminiscencia {ojos de ceríferas lunas}: salimos a desayunar y el mar abre su postigo alcanfor. He dejado en el sol pruebas abnegadas de tu litarge, tu voz dormida como un remo que abre para decir tu nombre en la niebla: dejar al eclipse completar su travesía. Recuerdo tu mano mientras caminamos juntos hacia tu casa, recuerdo casi las fracciones de la noche y deseo partir hacia los horizontes blandos, interludio de los matinales con dirección falsa; llevar esto hacia las encaladas muestras del amanecer: espuma blanca que desaparece mediante una caricia de espiras. Terminamos los juguitos, los rojos chilaquiles y el pan partido; nos alejamos por las grietas de la mañana.
Tina Ponce lleva el cigarro hacia su boca, ha regresado a su fuente y está a punto de terminar con uno de sus cigarros.
Si el estruendo me ha de llamar que sea en los burdos lunares y las absurdas líneas que unen dos cuerpos al consagrar su espacio nocturno, lento imperio de la espera: mirar el agua apacible decir su postigo alcanfor para expresar el gesto acorde con la marejada, clamor fácilmente distinguido por indicios ondulantes de la piel; elasticidad cuando el rumor recupera las acrobacias del asombro. Que sea el viento hecho de vilezas, el viento echado a veredas para reunir el alba restringida a cerillos, inflamables de cierzo, traiciones nobles cuando no hay más esmero por compartir y el abandono recrea su propia alusión para ceñir sus praderas en el lenguaje, vertedero para columbrar el reposo de las astillas de un barco hiriente. Sea tu dulce nombre una violencia para decir a largas los espejismos, el óxido de columpios, la mugre sensual de un horaco plácido al asentir su comisura. Estoy a la espera del lagarto que venga a pedir mi sangre; mientras, ven, siéntate en mi cara y haz otros vicios conmigo, lidia un hilo con mis yemicos. Estoy en espera; he encendido un humo, trato el juego de los espejos al imitarme en la barba áspera de Eliseo Diego; en un gesto soy Alejo Carpentier y las vencidas veredas de la vértebra visión recrean su fantasma sobre labrados que carezco; muevo la ceja, ahora soy Piñera y entonces sé que este trayecto imaginado en el mar tuvo inicio en algún verso principal de Carpentier o Piñera; nada he de mentir si también mezclo mi apellido con el agua al naufragar silencios en la oscuridad. Tu sonrisa no era tan bella, carecía de constricción pélvica (genuflexión originaria del roce de los muslos donde esa caricia despliega su dádiva), y la asunción de los arcos labiales, pero uno debe respetar aquello que provocó inquietud y una necedad impronunciable de seguir mirando, incluso si la penumbra impide el esclarecimiento de la cara; la noche en la que ríes ha alimentado la tensa locura de mis dedos y he intentado el lenguaje de los abanicos para un viento echado de vilezas; toda alusión de palabra no habría de dar lugar a tantos sitios temerarios. La primera herida de invierno revino en tu cadera {aunque la primera vez que entré en celo fue cuando pedí a Viridiana de 1997}, los utilitarios actos de amor en los mensajes de texto para incluir regiones de mar y otros lindes con tesituras parecidas; ha llegado de nuevo el invierno, y rojo de tinto, salgo a pasear repitiendo sus manteles estables y ceñidos. He sentido atracción por las llanuras, esos espacios incidentales de la naturaleza privilegiados por el efecto de absorber emanaciones y recuerdos. Mi preferencia por estas extensiones comienza con su promesa de sostener un horizonte en su último punto, una fijación por su dibujo o la crispada grafía que determina sus relieves en un momento específico creando la posibilidad de la presencia: susurros inabarcables, esperas en largos indicios de un viaje circular. Lugares donde la llanura distiende sus límites hasta hacernos perder el ritmo de nuestro paso y algo, con su audacia imprevista, nos dice la imposibilidad de voltear atrás. Pero la tentación es aguda y mis trazos ineludibles, trásfuga constante de la mirada sobre el oficio blanco; para contar uno aprende sobre un ábaco y los números tienen colores; para contar uno aprende sobre los nombres y la gente va teniendo voluntades, olores; para contar uno sujeta su historia a los recuerdos y va construyendo escenarios para revenir su yo con certeza, pero a veces se me urde la vida por la urgencia de ornamentos y mi aflicción se envuelve sola: paramnesia erecta en tu cuerpo de violeta, paramnesia erigida por acto blando de tu culo, paramnesia de tu bellaca daifa que no enmascaras. Tina sigue por la calle y su mano nos conduce hacia el laberinto del crimen, ¿dónde nos van a violar a ambos?, ¿por fin nos quitarán la inocencia de transcribir lo que carecemos? Llama la noche, dice que tus lacios son apacibles si soy capaz de mirarme. ¿Has dispuesto las palmas hacia arriba mientras la lluvia? La sola sílaba de las uñas, los cuerpos acaecidos y los relieves llanos de una geografía vencida. Brisa desplegada sobre palmas arriba obliga a la tempestad caer sobre el vacío y herir un fragmento divino. Todos hemos de asentir un trayecto, una caminata en blanco sin que nuestros pasos fijen con determinación el ímpetu de avanzar, hipnóticos por un movimiento especular de la conciencia o siguiendo un mandato ulterior a las latitudes de cualquier herida. La sed de sal es una manera de entibiar la otra sed, la linfática, urdida sed de rojo; lo confieso mientras acaricio mi barba transparente frente al espejo, seduciendo grietas concretas, limaduras constreñidas para disfrutar tu finita mandorla. Repaso mis dudas cartográficas; esmero las posiciones oceánicas y las diluidas zonas contiguas al rosa hasta abrir rutas foráneas y transponer la lógica del presuroso sorbo de café, la medición de palabras en cuello femenino: intrincados sesgos de cisne al apresurar su horrible graznido violáceo. Cada paraje no es una zona prometida, acaso locaciones trémulas de pasillos unidos hacia un centro incongruente, parajes inferidos de opuestos retablos que figuran un realismo inquebrantable; ebrio litoral labrado por mi propia piel y secundado por tu olor, pensaremos que la prudencia nos salvará si en la encrucijada volteamos atrás y nos permitimos fracasar tras un espejo de simbologías rotas. El fuego de la estufa ha encendido, te necesito para que me enseñes a cocinar y luego desnudarte con calor ajeno. Seguir transparencia sin ayuda de susurros miocardios, seguir ferocidad con palabra álvea; el momento real de tu sombra cuando fuma con letargo y esa lentitud adorna el artilugio de nuestra farsa. Sonarán los ríos y las campanas llamando a la gente para que puedan lavar sus manos; vendrán, lo tengo previsto, los días inciertos con tu nombre en la profundidad. Desunir la noche de ti con esmero para volver hialino tu cauce, escurrir la mareta en tu feridad pélvica. Yerra, mujer, todos tus alcances, yo viciaré tu piel y abriré su odio en mi boca; me quedaré tirado aquí sobre el pasto y los verdes no me dejarán zarpar. Veo las nubes, mentiré el mundo para que todos se tropiecen con tu lenguaje: he construido una choza pequeña sobre mi nave para alcanzar tu voz; ya no la recuerdo, y cada mujer expande, al hablar, la confusión de ese eco. Sueña, navío desplegado del aire, imperecedero, que todos los horizontes avistan tu perecer, sueña e inventa tus dulces imprecisas realidades, silente navío desterrado.
Flexionamos la realidad para enacerar la lasitud de la palabra en los indicios de su eco, su lenguaje vecino a las prioridades del objeto y las líneas indóciles que revienen luego de la espera; el silencioso arte de la espera mientras los signos columbran su lugar dentro de la estela blanca de la página. Las rápidas asociaciones han desbordado los espacios que permitían reposar el cuerpo de las metáforas; las conjeturas fáciles prohíben la elipsis para evitar el susurro de las narraciones y los aplazamientos directrices, ambas disociaciones podrían constituir una emanación delirada por el recuerdo, forjada por una sintaxis que en cada golpe confiesa una figura decorada. He decidido seguir la percusión marítima, los filamentos narrativos que se borran incansablemente en una heurística fraccionada, la aleación pictórica del abismo mediante puro azul; hirmando la cifra infinitesimal de la palabra aunque ya se haya reducido la tensión de su significado. Si uno no puede replegar el lenguaje a través de sus hendiduras, tampoco convendría reponer caricias sobre la dorsal profunda del claro amatorio. Inaugurar el ritual de cualquier manera; verter cera luciente sobre la tersura del vientre al enardecer y petrificar la adumbración de la imagen, conformar la figura de su visor. Mirar la vela frente al derredor inútil que la oscuridad recrea, esmerar la contusión de los miembros en la larescencia del agua fría; movimiento para encontrar la palabra profusa que deviene hacia su regreso, no la obediencia hacia los matices que su flexión obliga, el pulso atento para encontrar su ablución. Por eso he quedado con tu nombre y las oscilaciones suaves que recuerda la mano. Si he sentido la respiración del vientre encallar cada cielo rojo al matinal, la lejanía y a tu belleza, entonces la redención es posible sin tener ningún centro fidedigno. Creo en los cinceles y las horadadas muestras del amanecer al sucumbir su cielo raso en la tibieza aonia que emana del sexo femenino; los colores predilectos cuando esperan desplegarse hacia la noche y su alusión de toro boreal presagia el firmamento con la profunda deriva de mar. A veces sigo penando en ti, Tina. Tan triste y solita que mi reflejo ya es inútil y salgo a caminar: la platinta de las calles extiende su filigrana en la disparidad de los ríos y callejones de este laberinto; quisimos tocar cielo con nuestras grietas pero su mar ya acariciaba nuestros pies. Lento hacia tu casa, tocaré la puerta sin saber si estás adentro, tu perro marica me reconocerá.
La vestimenta prefiere las texturas capaces de remarcar una silueta atrevida por encima de antiguos bordados diacrónicos. Son los talles ajustados, junto con la armonía del diseño, los que no permiten la duda de un cuerpo flácido, guanguito y perezoso. Así, cada persona cede algo al encontrarse reflejada frente a las tiendas de descuentos con la ambición de encubrirse de manera común y sin restar protagonismo; yo también sigo los rituales para llevar mi figura alrededor de encendedores y señoritas. Pero es extraño, últimamente me he sentido desnudo y a veces debo voltear hacia abajo pensando que traigo la verga suelta, y ésta se tambalea de un lado hacia otro persiguiendo siluetas entalladas. Olvidando los protocolos sociales, me aseguro que el badajo no esté suelto; acomodándolo con las manos y verificando varias veces al día. Pienso que esto se debe al tráfico diario, la contaminación visual, al clamor de la noche, la incertidumbre de mi mortalidad y el recuerdo de un verde brasier copa C: remarcado, atrevido, salvaje y osado donde habitan dos gordas que no sujetan elementos etéreos y se me aparecen como bebederos para tranquilizar la sed. Esto pasa cuando me siento vulnerable y aparezco en el centro del escenario, víctima de un ensayo improvisado para deponer el dominio de la existencia. Quizá sea una mera sensación sin orígenes ciertos, quizá el desequilibrio no dista de la cotidianidad y otros sufren mi mismo mal; incluso las gordas de las señoritas también pueden provocar la sensación de traerlas al aire. En mi caso pudo haber sido el naufragio, los alhajeros de abuelita, mi predilección por el café a cualquier hora, los efectos de la orina de gato, intentar la cordura a través del ajedrez, la economía (cabrona economía siempre en crisis permanente: no solo están los beneficios que rebotan sobre un arco infinitesimal y reinician las cuentas secundarias para ser absorbidas por el riesgo de las primarias, es la facilidad con la que un consumidor puede ser reemplazado por nuevos talles de un ciclo factorial), bañarme con agua fría o mi pubescencia veinteañera. El caso es que la sensación está allí, y el badajo conforma un doble péndulo al desatarse dentro de una tienda de ropa que vende texturas multiplicadas o, si se prefiere, falsas rutas a la espera de cualquier descuido para empequeñecer el mundo: me he asomado hacia el vestidor contiguo y un brasier copa A sujeta dos tetitas perfectas que se sonrojan. ¡Qué bella sustentación la de mi boca en esos días, sin decir palabra de más entonces! Qué bello el vértigo hacia abajo en estos días.
Todo mar que sea verdadero debe contener su contramar. Siguiendo el símil, todo viajero al surcar un mar verdadero debe encontrar, en algún momento, un reflejo idéntico al suyo. Un mar verdadero, esencialmente, dispone de una vasta extensión continental que sus aguas bañan y persisten, pueden estar unidos al horizonte abierto de las masas oceánicas; contar con un estrecho intercontinental desembocando hacia el océano, o encontrarse encerrados dentro de una plegaria circular que ronda enteramente por los litorales. Se estima que sus lavados marítimos acaricien la rúbrica del abismo, así como marejadas constantes al abducir el significado de los astros; los empleos de su cansancio deben atraer esa furia hacia las regiones de subducción; arcos insulares bien ejercidos mediante la escritura ígnea, donde un solo instante mantuvo la reverberación sensible de su lenguaje; vértices y dorsales marinas para apresurar las fracturas del fondo terrestre hacia los misterios de la superficie; decorados de fuerza fulminante para cautivar con sus guirnaldas insulares, y un piélago turquesa donde el reflejo del firmamento tiemble. Todo mar debe contar con su repliegue antagónico en alguna parte de su entendimiento, resguardado hasta la profunda coyuntura donde pervive la esperanza de otro universo; podría estar a poca distancia, ubicarse en alguna región anónima o pasar inadvertida por estrechos lindes del rubro celeste, si tienen suerte, hallarán la especulación de su manto en la unción petrificada de su seda. A veces la premonición oscila y las capas alternas del destino encuentran el orden preciso a través de la fascinación, sus hervores íntimos proscriben la descripción de una ola que culmina su ciclo en una última orilla visitada. Cada mar busca, incansable tras cada movimiento, los dobleces de esa ola, ¿acaso ese augurio podría distenderse a través de los transcursos errantes de los navegantes; o esa ola se encuentra dentro del mar antagónico, sin saber si ya ha roto el hechizo sobre algún acantilado o cualquier orilla fatal? Sin perder profundidad o viento intentan hallar el cauce premonitorio de la ola, siguiendo las hendiduras de su pleamar y los rastros escritos en la arena. Sí, algunos acaban exhaustos por las largas encomiendas y sus aguas quedan varadas frente a un reflejo de su primer sueño; otros, desesperados, rompen la mayor cantidad de olas sobre un dique para quedar absueltos y recrear un abismo fraternal con otros mares viejos o semisecos. Los he visto levantar estelas con el adamar furioso de su trazo, los he visto anisados por grisuras encomiables donde impera el olvido o la aleación con el océano; emblandecidos por refracciones que esparcen un fragmento o la tribulación de su delirio olal. Mezclan los esmaltes herrados por el agua con su constante goce de espuma, frenesí combado por el yermo de la eternidad; sulfuran hilvanadas acequias hasta la brea imperiosa de su litación, luxación de efluvios múrices; resquebrajan, ya mudos de locura, su arcilla plutónica sobre su propia herida lunar y así, desde su propio enjambre de nada, aparece su contramar. Rotura vítrea, confección del azul en el espejismo, la marejada decrece al fundir su índigo con el rubro celeste, disipa su confrontación con el velamen de los astros; ha anclado, puedo verlo, tras la liviandad y sus grietas ceden un pequeño espacio para deponer cada confabulación del amanecer hacia el vicio de sus rayaduras; su transmutación discurre sin saber qué relieve absorto dejará; el suspenso de sus peces cuando vuelcan el aleteo hacia el recuerdo, recuerdo de sus prósperas tempestades rotas en un verso de cabo, astilleros para descolgar los embates ropálicos. Sin resquebrajar el fondo de sus oficios, persiste sus ataduras a través de otras latitudes sin nombre; sulfura su fascinación con los surcos de su bruma, argenta marina tras el terso murmuro de la ola hadal.
Las revenidas orillas de la ola, el cuerpo destellante del navío frente a la anudación superficial del corrimiento, el trayecto enmendando por los vaticinios de tu rostro. Si cada variación de la palabra mar duplica la esperanza, nuestra sombra será develada: no es verdad que los barcos recaben las distancias del agua prometida, no es verdad el dogma infalible de que el mar termina en algún sitio; a veces, siguiendo el reflejo que me precede, sé a dónde voy.
Les diré que escapaste de tu caos. Desde lejos, las flores crecen con el matinal bruñido a su cintura, reiteran el mandato de los que nacemos aquí: estar pegado a la tierra y oler viento, incrustado a los caprichos germinales de un criptograma sin interpretar laderas o derivas boreales; el olor de los peces es distinto cuando se les termina el agua; sólo ellos, benditos, están pegados al efluvio acuático: mi olor será distinto cuando ya no pegue en tierra. Les diré de tu cintura ajustada, la parecencia de los labios con la comisura de la mañana en sus primeras altas de niebla; ionizantes fracciones de tu cabello con la noche mientras su aladar cae por tu boca: bebemos, esperando la trizadura del sol; los primeros indicios de la mano sobre el otro y la premura de silencios que nos colocan fuera: negra tu cintura ajustada por plegarias repuestas al vacío, negro tu rito de lubula mestiza. Liberamos la pregunta desde lejos para notar cómo se extiende por praderas y pequeños puentes que persisten uniones geográficas, abrimos la ambición a través de los litorales y su llanura lavada en la aquiescencia de la marejada: los mares mienten cuando un ebrio grito muere injustamente tras sus aguas. Les diré de tu olor anisado donde la platinta condujo lunares dilatados, laboriosidades cerinas que tu piel encuentra desde la boca hasta los pliegues de los muslos, sopor delicado en la delación inconclusa de tu piel. Ceder a tu idea de milagro y a la intuición de la lluvia para lavar a todos lo que nacemos aquí con nuestra tierra adusta y brutal; sólo un poco de brisa, algo de cielo con su presagio de alboradas: pequeño momento para izar la mirada hacia la contusión iridiscente de las nubes, pequeño milagro que despliega su sueño en las gotas; al menos, durante este instante, ya no sólo estoy pegado a la tierra, siento el agua zurcir parte de mi rostro. Les diré que naciste el diez de febrero y practicas la adivinación con la cadera: apuntas sus efluvios con el fervor cardinal de su velamen; clara espuma de costa, la asimetría de las piernas coincide en los labrados labiales, emanatista hendida que recubre la delusión. Es natural que el puño, al entrar sobre la tierra, hurgue la humedad buscando retazos de piedra verdadera, piedra para rodear con otros el fuego, y encender nuestra íntima confusión con la urgencia: navegar noche en su longitud indefinida, la noche y su ancestral costumbre por buscar en la luna parajes que sólo crecen en las dádivas del tiempo. Les diré que me gusta tu clamor negro, la intumescencia de la noche que arremete con su rúbrica, finamiento de las olas para transmutar su eterna caricia por las derivas de tu cuerpo. Les diré del mar rupestre, tu léxico de estalactitas asesta indicios constelares por tu boca: parecencia de vulva en su vítreo instante de guirnaldas, humedal de barbarie que escarcha las piernas tras su oblación; no la levitación de la vehemencia, es piral que aletea en dorsales, hipálage del amanecer, vulcania retráctil aliterada en su convulsión, ornato de negruras sin remedio. El horizonte se conforma por fragmentos amarados tras su fulgor disperso en el alba, suelo frisado en la perplejidad alicaída; el sueño reposa en el tallo de una flor o en cuerpos abanicados por el tremor del alma; así, los navegantes se entretienen con ecos, buscando en cada movimiento una respuesta para desenterrar el arpón de la marejada.
Te erizas en tu peñasco, las olas se escuchan como un rumor cotidiano, abres en v sobre la arena y cada ola enmara una promesa distinta hasta llevarte a su delirio; tu cuerpo se sujeta bellamente a la tierra y al agua hasta conformar su doble péndulo, aprieto tu mano y espero que el amanecer no exista, eso diré.
La notación ha sido variada, los adversos agotados y los signos femeninos trazados en largos avistamientos sobre la obsesión amorosa. Sin devenir en las oscilaciones del decoro y la pronunciada mantisa del espíritu; abrimos la arena sostenida por el ocaso, la alimara lumbar de las piernas, el jadeo constante de un mar exhausto por su marea inacabada. Revenir con una mano el vientre hacia su arco, levitar este espacio de pobladores que mecen recios lastres hacia el recuerdo: mesiánicos cifraron el cobre con la dentellada escritura del agua, darienitas de noche tropical que escapan las fatigas de la espesura nocturna, espiritistas cegados por la ambición encandilada del silencio y aquellos que arriesgaron un conjuro en las recias olas del ardor. La marejada brisa sus claridades argenta, calles enriadas de lluvia destocan al atardecer hacia refugios deslizados por la fantasía; el fraseo presuroso del agua mezcla su aluvión con lo desaparecido: lo absoluto ciñe sus pliegos para distender la empedrada celeste. Una constelación conduce sus relámpagos balitados a través de su figura náutica, el carnero lima su áspera furia cuando prepara los conductos que se liberan en su celo; capaz de abrir mar con la maceración brusca de su furia, capaz del mayor brocal para deparar la vehemencia y apostillar sus ceñidos en el horizonte etéreo. Su rastro moldeó la opalescencia fracturada, los ejes de los espacios absortos, la ilusión de un cielo cercano y posible. No todo fue gloria: algunos llevaron su sed hacia la aflicción; otros, apresuraron los mandatos y prevalecieron sin ninguna utilidad. Aquí estriba la consonancia de su furia que no tuvo lugar para lamentos, sólo la obsesión o la idea vaga de avistar la estela del regreso. Mientras quede el naufragio y la exploración a través de visiones o carne ofuscada, estará una pequeña ínsula capaz de conformar los rizomas de fragmentos que urden la mujer pesada sobre nuestro cuerpo, ignito especular sin forma originaria: el fervor femenino abarloa la cordura si libera los sentidos de su alamar. La latitud amorosa no se resguarda en las habitaciones que han reinado la estética de la contemplación, sino en las atmósferas circundantes con la fantasía, o a través de alabar curvas ponderadas hacia lo grotesco, al llevar sobre lisura el acto ínfimo de las comisuras del labio sobre labio intermuslar, excavando palabras que desconocemos: múrice. ven {toca tu clítoris y di los relieves de su plegaria, mi consonancia íntima con el destino}. Centella velar que evoca la mirada hacia el cielo mientras el mar camina hacia los brebajes de su ola, reflejos de este relieve cimbrado para remar por la estela de sus luminiscencias. Mujer, te he evocado sin entender el porqué, sólo el mar desborda hacia nosotros sin otro sentido que habitar el trazado hacia nuevos cuerpos. Lidiar el toro, merecer la extremaunción en la carne luego de los motivos de esta vida sobre los asolados riscos de una brega quieta sobre las aguas: dejar que la caricia de los dedos encuentre su indistinta relación con el tiempo. Intuir las yemas sobre la región yerma de las piernas, seguir la blandicia del vientre en su discorde alusión con el trayecto áureo; limitando los labios en las regiones desnudas y sobre los humedales, levantar la última defensa de la cadera hasta que las extremidades posen su peso y permitan el tacto interior, dejar al hechizo recrear los efluvios de la permanencia, el pábulo que oficia la liviandad de los amantes por su noche. Acariciar la región peliblanda hasta su teñido negro, aspirar el olor luciente de los labios, lividecer la libido hasta la transparencia alizarina, aplaudir el culo mientras asoma su resguardo latente, ecoica brújula apuntalando su liviandad hacia la verga; ríspido bucráneo que semeja el vapor negro de la bestialidad, la evanescencia del ánima al labrar cuerpo: cimbrar con malicia antes de penetrar. La cartografía llana del ombligo, los lunares exhaustos al haber garabateado su correspondencia erógena, la clarividencia de la cadera en su movimiento contractual; presagios del órgano mayor cuando discurre la diástole, el placer demiúrgico al constatar el peso del alma: qué rígida duramadre envuelve la absorta región de callosidades, qué región para un diminuto sacrilegio en las horas nuncas de la vida. Ablución pequeña cuando fuimos sólo lenguaje de placenta sin yámbicos y onceavos, nada más un feto en contubernio con nuestra mugre. Transcurre la caricia por dentro, la ola vicia sus cicatrices en el placel, que sin historia profunda, deja hamadas sus arenas; la pleamar sujeta suavemente la contusión de las piernas, caricia que entre-ambos desvanece la representación lineal del tiempo: ven a decir tu correspondencia, tu herida en la boca que desvanece las praderas de un monte coriáceo: negra, eres hermosa con tu desnudo {☻: con su piel hago la imagen especular de mi rostro:☺}. El clítoris cede su anudada albúmina sobre la piel, su mortificación encuentra un desprendimiento con la seda; suavidades sin repercutir la emanación, liviandad atinada que retoza los muslos corvados hacia la cuña arietina para diluir su reposo. Sedición crural, coalescencia del músculo heracleo al desleír la caricia en sus cavidades; prístina inflexión de la lengua para decir, desde la pira perineal hasta la contusión membrada del bulbo, entrecortadas palabras palatinas. Imposible su remanente de piridina y el almidón priápico que resguarda, imposible las caras alisadas en la premura del gemido; rasgadura de lunares sin llamar la agatina de los ojos. Todo cuerpo que sea verdadero, debe, en algún momento sin certeza, encontrar otro que permita hendir su alma fatigada; recabar sus obsesiones que, en otro espejo, reclamarían las temidas ordalías y los azotes para abjurar las encomiendas de cualquier designio. No ahora, quedan los durmientes muslos y los retazos de su dádiva sextina, la isagoge del amanecer y las esquinas opacas del sueño; el eco habitable acompañando suspiros que maduraron sin noche, herrajes de placer en su crisálida obertura por un laberinto de ceguera polícroma, roces hieráticos esmerados con delirio. Delirio imposible que cavan los marineros como postrimería, baldíos con nuestra diminuta muerte refractada, mar corinto: efluxión violeta. Proclama el albor su cielo, primeras claridades rayadas en nuestra hiante atadura: los que inventamos los resultados inmediatos de la noche debemos mantener compostura aun dentro del temblor que nos niega el trayecto de regreso; todavía me sorprende cómo un cuerpo se infla en su intento vano contra sí mismo.
Tina Ponce lleva el cigarro hacia su boca, aspira con esos labios mesiánicos, sostiene una mirada extraña y dueña de todo derredor practica su arte adivinatorio con el cuerpo inválido de su cigarro. ¿Qué palabra está a punto de decir? Es el punto más álgido del día, todo el universo parece evocar su detenimiento mientras ella y su cigarro suceden, se desvanecen las grietas de sus rubios y sucede: la sonrisa en su vacío edénico. Aspira, luego una bocanada y no hay más, sólo la recursión de aire sin que dos puedan respirar.
T
Ya estoy casi lista para aceptar cualquier sutileza uniforme y punteada, yo que sí creo que el deseo obscurece la boca del estómago. ⸸ ⸸Poema de Tina Ponce